El pasado sábado día 5 se celebraba en todo el Mundo el Día Mundial del Medio Ambiente. Con el lema ‘Somos la generación que puede hacer las paces con la naturaleza’ y el objetivo de restaurar los ecosistemas degradados, la ONU ha celebrado esta fecha que lleva apuntada en el calendario desde 1974. Como no podía ser de otra manera, la agricultura y la ganadería tienen un gran peso en cualquier acción que se quiera llevar a cabo en y por el medio ambiente.
En España, casi cada hectárea de terreno se ha visto modificada antes o después, más o menos profundamente, por los cultivos, el ganado o la silvicultura. Estas actividades han moldeado el paisaje durante siglos y sería absurdo verlas ahora como enemigas. Sin embargo, sobre todo a las dos primeras, se las demoniza desde ciertos sectores ignorando el imprescindible papel que han jugado, juegan y jugarán en la creación y conservación de los ecosistemas que ahora disfrutamos.
Hasta la llegada de las prácticas intensivas, la ganadería y la agricultura no suponían un problema para el medio ambiente. Es cierto que ambas actividades cambiaron el paisaje, pero eso no implica necesariamente empeorarlo. La deforestación de la meseta central creó un nuevo ecosistema que muchas especies esteparias, incapaces de medrar en un medio forestal, supieron aprovechar para aumentar sus poblaciones. Y la cría de toro bravo, cerdo ibérico y otras variedades ganaderas dio lugar a las dehesas, uno de los medios más ricos de toda Europa. Y esto son solo un par de ejemplos que quedan cerca, puesto que los hay similares en todo el mundo.
Pero llegaron los avances científicos y en ese sentido la cosa se torció un poco. Desde las primeras décadas del siglo pasado, con la población mundial ya creciendo a buena velocidad, se hizo necesario producir alimentos a mayor escala y se comenzaron a emplear productos químicos, aunque muchas veces sin conocer las consecuencias que podrían tener para el medio. Se primaba la producción y los efectos adversos de las sustancias que se empleaban eran desconocidos (si no directamente ignorados).
Un buen ejemplo de esto es el DDT. Aunque fue sintetizado ya en el siglo XIX, en 1948 un químico suizo se hizo con el Premio Nobel por descubrir su aplicación como insecticida para combatir la malaria, el tifus y muchas otras enfermedades que se contagian a través de la picadura de insectos. Durante años fue utilizado en todo el mundo como plaguicida en los cultivos. Pero Estados Unidos prohibía su uso en 1972 (hoy no está permitido en ningún país) al comprobar que la sustancia se iba acumulando a lo largo de la cadena trófica y podía ser tóxica para organismos vivos o contaminar alimentos.
Y es que a partir de las décadas de los 60 y 70, con la aparición de los primeros movimientos ecologistas a gran escala, se comenzó a plantear este tipo de cuestiones. Había que producir, sí, pero no a cualquier precio. Había que tener en cuenta los efectos de esos productos que se empleaban para aumentar los rendimientos de los cultivos o hacer que el ganado engordase más rápido.
Poco a poco se fue descubriendo la capacidad de estas sustancias para contaminar acuíferos, agotar suelos, perjudicar a la fauna silvestre o directamente intoxicar a los seres humanos. Y desde entonces hasta ahora se ha ido adquiriendo un conocimiento cada vez más profundo sobre estos temas que ha facilitado que la situación actual no tenga nada que ver con la que podría haber sido, a pesar de que la demanda de alimentos por parte de la población mundial ha sido satisfecha incluso creciendo exponencialmente.
A día de hoy, sobre todo en la Unión Europea, el uso de productos fitosanitarios está tremendamente controlado y cada año que pasa las listas de sustancias permitidas están más restringidas. La semana pasada se publicaba un informe elaborado por el Comité Económico y Social Europeo (CESE) y coordinado por la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA). La organización agraria ha realizado una evaluación de la Directiva europea 2009/128/EC, concluyendo que la utilización de estos productos para luchar contra las enfermedades de las plantas y garantizar la producción de alimentos es «razonable y sostenible».
El estudio del CESE ha concluido que la manipulación y el tratamiento con fitosanitarios en el campo ha vivido «avances significativos» desde 2009, a pesar de que sigue habiendo cierta falta de conocimiento sobre las normativas que rigen su aplicación en los usuarios finales. El informe también concluye que hay que reforzar los sistemas de monitorización para analizar el cumplimiento de los objetivos de reducción de fitosanitarios. El problema es que los agricultores se enfrentan a las presiones de producir más alimentos haciendo un uso cada vez menor de estos productos, cuando las alternativas para hacer frente a problemas como las plagas son «escasas y caras». «Producir alimentos es complejo y el cambio climático lo complica aún más, por eso la sociedad debe saber que los fitosanitarios se usan con control y con seguridad. Aquí más que en ningún lugar del mundo», concluyen desde UPA.
También está cambiando el uso de los fertilizantes químicos, capaces de contaminar acuíferos si se utilizan mal. Casi cada día surgen nuevas técnicas para optimizar el empleo de estas sustancias través de análisis de suelos, sensores, drones, etc., de manera que se van aplicando progresivamente menos sin empeorar o incluso mejorando los rendimientos. Y hay que destacar también que la UE apunta al uso de purines como sustituto, una medida que puede ayudar a enriquecer los suelos agotados con materia orgánica al mismo tiempo que se le da una salida a esos subproductos de la ganadería que también podrían llegar a ser un problema medioambiental de no ser tratados adecuadamente.
En cuanto a la emisión de gases provenientes de los animales de granja, vacas principalmente, también se está trabajando para reducirla. La Organización Interprofesional de la Carne de Vacuno (PROVACUNO) aprovechaba para mostrar su máximo compromiso con la reducción de emisiones precisamente en el marco del Día Mundial del Medio Ambiente. «Nuestra hoja de ruta es inquebrantable para conseguir que el sector sea cada vez más respetuoso con la naturaleza. La actividad ganadera es imprescindible para mantener los ecosistemas y evitar incendios forestales, pero vamos a seguir trabajando para reducir los gases de efecto invernadero drásticamente», ha subrayado el director de PROVACUNO, Javier López. Es cierto que las vacas emiten gases (un 3,6% del total, lo cual tampoco es una gran cifra), pero no es menos cierto que las criadas en régimen extensivo son las mejores cuadrillas forestales, limpiando montes y evitando así grandes incendios que liberarían enormes cantidades de estos gases, aseguran desde PROVACUNO.
El sector productor europeo trabaja, por ejemplo, en el programa europeo ‘Life Beef Carbon’ para reducir al menos un 15 % las emisiones de gases de efecto invernadero en los próximos cinco años. PROVACUNO también ha desplegado un Código de Buenas Prácticas Medioambientales, elaborado por un grupo de 17 investigadores de 7 centros de investigación pertenecientes a la Red Remedia, como la piedra angular de la estrategia Vacuno de Carne Carbono Neutral 2050. ¿El objetivo? Alcanzar la neutralidad climática ese año mediante el secuestro del carbono equivalente a los gases de efecto invernadero que generan los distintos procesos productivos. «Avanzamos a buen ritmo en nuestra hoja de ruta para alcanzar el objetivo. Y lo vamos a conseguir», declaran desde la interprofesional. «Los avances en sostenibilidad en el sector del vacuno de carne europeo serán históricos y cada ejercicio daremos pasos de gigante».
Y no hay que olvidarse de los ecoesquemas. Esta figura de la nueva PAC va a premiar a los agricultores y ganaderos que, además de aquellos a los que ya están obligados, acometan inversiones o pongan en práctica métodos de trabajo que beneficien al medio ambiente. Una buena parte del presupuesto (parece ser que será el 25%, aunque no hay nada definitivo aún) se destinará a este fin. Los profesionales agropecuarios son sin duda quienes más vinculados viven al territorio, quienes más dependen de él y los más capacitados para cuidarlo, por lo que incentivos como los ecoesquemas redundarán en beneficio de la naturaleza.
Así las cosas, y a pesar de que los medios se hartan de propagar mensajes alarmistas que, más que concienciar a la población, pueden llegar a cansarla, sin duda nos encontramos ahora en una posición mucho mejor que hace dos o tres décadas para hacer frente a los problemas medioambientales derivados de la agricultura y la ganadería. El conocimiento ha crecido mucho y aumentan las técnicas cada vez menos lesivas para la naturaleza, sin que eso implique reducir la producción de alimentos. Pero los profesionales del campo necesitan mimos, porque de ellos depende que comamos todos los días y que se conserven esos paisajes que nos rodean y que comenzaron a moldear sus antecesores hace ya miles de años.