1979. Mal año es el que empieza en lunes

Carlos Dávila
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1979. Mal año es el que empieza en lunes

Y así comenzó aquel 1979: en lunes. Y con la cabra suelta como esta de 2022 que ya se acaba. La referencia no es a la cabra de la Legión, que ya le han quitado de la nómina, sino a la cabra de los chinos que en aquel año celebraba su onomástica y que ahora ha repetido en el que terminamos. La cabra china es contradictoria. Por una parte, sus muchachos rasgados, los que la portan como protagonista, presumen de ser amorosos, desinteresados y empáticos, o sea, los simpáticos de toda la vida. Eso es lo bueno. Lo malo es que cada año la cabra predice emociones fuertes y grandes desgracias. Y acierta al cien por cien. ¿Qué decir de este maldito 2022 que nos ha seguido humillando con la COVID y que ha desenterrado el hacha de Guerra (Putin) en Ucrania?: gran tragedia. Su antecedente tampoco se comportó demasiado bien: los iraníes de Jomeini enviaron al Sha a las tinieblas exteriores y luego secuestraron, previo asalto, a una cincuentena de funcionarios de la Embajada de EEUU en Teherán. En Estados Unidos, precisamente, un idiota de mil hectáreas pero con mando en la naciente plaza cibernética estuvo a punto de desencadenar una guerra termonuclear porque, sencillamente, confundió el botón rojo con el del café descafeinado. En Guinea, antes llamada Española, un sobrino, Teodoro Obiang, educado en la Academia General Militar de Zaragoza, se cepilló a su tío, el sanguinario Macías, y se convirtió en un dictador decidido también a matar el padre: España.

Aquí, en nuestro territorio, ETA asesinó como ahora se dice, a mogollón, 77 víctimas desde tenientes generales, dos, Hortigüela y Ramos, a soldaditos y policías de reemplazo. Su mayor fechoría aún sigue sin embargo sin aclararse; los criminales inundaron de artefactos el Hotel Corona de Aragón y asesinaron a 64 inocentes. Doña Carmen, viuda de Franco, su hija y su yerno se salvaron por los pelos. Y, encima el GRAPO, horadado y todo por infiltrados del Estado, mató a ocho personas en una cafetería de Madrid. Luego, uno de los terroristas llegó a confesar: «Se nos fue la mano». Hoy es un historiador tendente a la derecha extrema, Pío Moa.

Ya teníamos en nuestro suelo Constitución y nos faltaban autonomías, aquellas del café para todos del visionario profesor Clavero Arévalo. Y, claro, como ya había autonomía, se necesitaban banderas. Martín Villa, ministro del Interior, consintió que el País Vasco se adornara para siempre con la ikurriña, el blasón separatista del PNV. Cataluña se refugió en la señera que solo se había conservado durante años en el escudo del Barcelona. Galicia sumó una barra azul transversal a su blanco impoluto. Esas, digamos, eran las indiscutibles, junto a otra que costó armonizar: la de Castilla y León porque los leoneses siempre han estado tentados de emplearse por su cuenta. La Rioja tomó sus colores del vino y el del trigo, y Andalucía del esperpéntico ideario del notario Blas Infante. Más o menos así quedó la cosa para el enorme disgusto de Josep Tarradellas, el heredero de la Generalidad catalana que fue traído a España en el avión privado de un empresario vasco, Luis Olarra. Tarradellas, tras el consabido «Ja soc aqui» nada más llegar se pegó a tortazos con Suárez pero más tarde terminó como firme defensor de la unidad patria: no la de Cataluña, sino la de España entera. 

De vez en vez, no crean, aquí nos preocupábamos por la cultura y por eso resultó que un autor teatral, siempre escenógrafo de postín, Francisco (Paco) Nieva, descubrió que Cervantes había dejado para el futuro, para 400 años después, una obra inédita, Y allá que se fue Nieva al Teatro María Guerrero para estrenar Los baños de Argel, una obra tibiamente autobiográfica (Cervantes estuvo preso en la que es ahora capital de Argelia) y también pieza enrevesada en la que lo único que quedaba meridianamente claro es que los piratas Yzuf y Cauralí eran los malos de la función y que en esta el bravío don Lope se enamoraba de la mora Zahara. Y mientras, en Madrid se ponían en cartel en un octubre clásico más de 20 estrenos a la vez, todavía quedaban del franquismo rescoldos fanáticos dispuestos a llevarnos otra vez a los 40. Dos tipejos de monta escasa, Tejero e Ynestrillas, ya lo hemos contado, montaron una operación de opereta bufa y desde una cafetería con humo, la Galaxia, intentaron apresar al Rey Don Juan Carlos y al presidente Suárez. Aquello quedó en nada, pero los responsables del orden constitucional se comportaron como bodoques, tanto que despreciaron al espadón porque, dijeron: «Ese (Tejero) no da para mucho». Pues dio para otro golpe más serio, el del 81,

Fue aquel un año alborotado y sorprendente donde incluso sucedió que en el Sáhara, antes español, nevó. Quizá fue un adelanto de nuestro pelmazo cambio climático. El político estalló en España con las elecciones de marzo cuando la victoria de UCD fue solo anticipo de lo que ocurriría tres años más tarde con el triunfo arrollador de Felipe González, el tipo descorbatado y gritón que en el Congreso de su partido abjuró del marxismo y se convirtió a la socialdemocracia. Aquella campaña del 79, créanlo o no, la ganó en blanco y negro el cartel sugerente de un González ya modo ejecutivo, que aseguraba tranquilidad a sus convecinos. Fue perdedor parco ante la vacilante UCD y se merendó con tortilla de patata incluida al Partido Comunista de España, entonces acusado de estar siendo sufragado por la Unión Soviética. Tras los comicios generales, llegaron los municipales y el PSOE se quedó con grandes ayuntamientos, por ejemplo el de Madrid, donde Tierno Galván, la «víbora con cataratas» de Guerra, se convirtió en alcalde no sin antes disolver su agónico partido, el Socialista Popular y juntarse con «estos chicos malvados», o sea los nuevos españoles (así calificó el Times a los felipistas) a los que siempre maldijo. En el Ayuntamiento de Madrid, Ramón Tamames, eurocomunista a la sazón, se transformó en azote de sus socios y terminó por asentar con éxito todo un eslógan, una acusación directa: «PSOE: 40 años de honradez… y ni uno más». Era el año en el que explotó el caso Flick de financiación ilegal y alemana del PSOE. Aquello, como casi toda la corrupción de la izquierda, se despachó con nada. Nos hicimos también en esto muy modernos y hasta legalizamos la masonería, con un tipo de gran maestre que pregonaba: «Nosotros no somos secretos sino discretos». Para que no faltara de nada, y con la cabra de por medio, se pusieron en huelga hasta los futbolistas, y el Vaticano empezó a sentirse ecologista y designó a San Francisco de Asís patrón de la cosa. No parece que el tiempo haya respetado el auspicio. Sánchez Castejón prefiere en España a la niña Greta Tintin Eleanora Ernman Thumberg, que así de completo se llama la insoportable ambientóloga sueca.