Radiografía del insulto parlamentario

Antonio Rey (EFE)
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El Congreso y el Senado han sido testigos a lo largo de su historia de todo tipo de descalificaciones, una querencia de los parlamentarios a usar exabruptos para atacar al adversario que no deja de levantar ampollas por mucho que se repita

Radiografía del insulto parlamentario - Foto: ZIPI ARAGÓN

Los Hemiciclos del Congreso y el Senado han escuchado de todo a lo largo de su historia, incluidos insultos y barbaridades dialécticas, pero esta costumbre de los parlamentarios a usar la descalificación para atacar al adversario no deja de ser escandalosa por mucho que sea constante.

Sin embargo, lo novedoso de esta etapa es que un recurso a menudo producto del «calentón» de algún diputado, o de un lance muy concreto en un debate, se esté convirtiendo en argumento para los grupos parlamentarios y parte de su engranaje ideológico, de modo que es inevitable que invoquen la libertad de expresión para usarlo.

Como las palabras no tienen dueño, la historia del parlamentarismo revela que un mismo término ofensivo ha podido ser empleado por unos y otros con distinto propósito; nadie tiene la exclusiva del oprobio y por el cielo de las Cámaras han volado muchos y repetidos, aunque con distinta marca política.

«Fascistas», «ladrones», «carceleros», «cobardes», «golpistas», «miserables», «sinvergüenzas», «mentiroso oficial», «corrupto», «indignos» son algunas de las lindezas que han acabado en la papelera, suprimidas del diario de sesiones porque alguno de sus presidentes así lo ha decidido.

Como ahora sucede con Meritxell Batet, todos sus predecesores al frente del Congreso han tenido que lidiar con desagradables episodios que casi siempre han acabado con la eliminación de algún término tras las preceptivas amonestaciones.

Expulsiones también ha habido. Dos. Aunque no tanto por negarse los diputados a retirar las ofensas proferidas, sino por encararse con la Presidencia y no atender las tres preceptivas llamadas al orden. Fueron Vicente Martínez Pujalte (PP), en 2006, y en 2018 Gabriel Rufián, actual portavoz de ERC.

La palabra hiriente, siempre ha estado presente en estas procelosas sesiones plenarias, con una notable afición a acusar de «fascista» al contrario, un término que gana por goleada frente a otros improperios.

Cuando Martínez Pujalte tuvo el honor de ser el primer expulsado del Hemiciclo en democracia, el 11 de mayo de 2006, por el entonces presidente del Congreso, el socialista Manuel Marín, su desalojo estuvo acompañado de una monumental bronca, con golpes y pataleos, en la que no faltaron gritos de «fascista» al ministro socialista con quien se había encarado, José Antonio Alonso.

No hace tanto que, en otro tortuoso pleno del Congreso el 21 de noviembre de 2018, Rufián utilizó también ese descalificativo para referirse a un orador tampoco perteneciente a las filas de la derecha. Era el ministro socialista de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, quien le replicó en estos términos: «Una vez más ha vertido esa mezcla de serrín y estiércol que es lo único que usted es capaz de producir».

La cosa acabó mal, porque el republicano hizo reiterado caso omiso a la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, que lo expulsó.

Quien ocupa la Presidencia se esfuerza porque el patio no se desmande, pero los exabruptos acaban corrompiendo el ambiente, tienen gran eco en los medios y las llamadas a preservar el decoro parlamentario y respetar al contrario caen muchas veces en saco roto.

Constancia documental

Para apaciguar los ánimos, los presidentes solo pueden requerir al diputado que retire sus palabras y de no lograrlo, ordenar su eliminación de las actas parlamentarias. Una purga que desde hace algunas legislaturas ya no es completa, porque los controvertidos calificativos sí pueden leerse en el diario de sesiones, aunque con una apostilla que indica que han sido retirados.

Lo de llamar al orden viene después, cuando alguno de los protagonistas se empecina en su protesta, desobedece o jalea el alboroto que casi siempre acompaña estas lamentables escenas.

La colección es inacabable, y parece que la ideología de quien ocupe la Presidencia no determina necesariamente el resultado. Un ejemplo: Carmen Calvo defendiendo el honor de Manuel Fraga. En una sesión de la Diputación Permanente del Congreso del 11 de enero de 2008, en un momento en que Calvo ejercía como presidenta, una bronca entre Joan Tardá (ERC) y Eduardo Zaplana (PP) fue zanjada por la socialista suprimiendo del diario de sesiones la expresión «manchado de sangre» que el republicano había utilizado para referirse al entonces presidente de honor del PP por su pasado como ministro franquista.

Y casi todo está inventado. El «filoetarrismo» que tanto gusta denunciar a Vox para referirse a Bildu viene de lejos. Lo empleaba María Dolores de Cospedal, allá por 2010, cuando era dirigente del PP, así como el anterior presidente de la formación, Pablo Casado, y el senador de su partido Rafael Hernando se lo soltó en un pleno de la Cámara Alta de junio de 2021 a la entonces ministra de Exteriores, Arancha González Laya. Claro que en el Senado, a diferencia del Congreso, no se pueden suprimir los insultos del diario de sesiones, una peculiaridad de la Cámara Alta cuyo Reglamento no prevé eliminar nada.

Eso sí, la Mesa del Senado adoptó una curiosa decisión en diciembre de 2018 cuando prohibió a la popular Cristina Ayala que empleara la palabrita de marras, «filoetarra», para referirse a Bildu, y que había incluido en una pregunta que iba a formular en una sesión de control. 

Nada que ver con aquel histórico cruce de pullas ocurrido en el Congreso en 1934, cuando un diputado de la oposición espetó a José María Gil Robles que era «de los que todavía lleva calzoncillos de seda», a lo que el líder de la derecha le respondió: «No sabía que la esposa de su señoría fuera tan indiscreta».