1987. Brutal divorcio PSOE-UGT

Carlos Dávila
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1987. Brutal divorcio PSOE-UGT

Empecemos por lo folclórico: España entera se dividió en dos mitades a cuenta de los lloros de 'La Faraona', Lola Flores, de la que siempre se dijo: «No sabe cantar, no sabe bailar, pero no hay que perdérsela». Y eso es exactamente lo que hizo la confiscatoria Hacienda: seguirla el rastro y descubrir que «se había olvidado» (palabras suyas) de declarar 196 millones de pesetas. El Fisco le arreó un multazo de 50 y ella, entre los gemidos del 'A tu vera' y 'Yo soy la Lola de España', llegó a pedir el comodín del público para que le socorrieran porque «Me he quedado en la calle».  El país se conmovió por dos razones: la primera, porque la Lola era mucha Lola, la segunda, porque siempre queda bien bramar contra el Fisco sobre todo si no te viene a buscar a ti. Lola terminó pagando de aquella manera y un día se justificó así: «...es que yo no sé de papeles».

De papeles tampoco sabía un sujeto cojitranco al que hizo famoso la gran huelga de los estudiantes del Bachillerato Unificado Polivalente. El faccioso se hacía acompañar de una muleta del siglo XIX con la que amenazaba a los guardias y rompía todo lo que se le ponía por delante, desde los cristales del Banco de España -ya se ve que no reparaba en gastos- hasta las imprescindibles cabinas telefónicas de entonces. Sea porque el pitorreo popular le hizo famoso o porque las huelgas de los alumnos no había forma de pararlas, el ministro del ramo, aquel José María Maravall que era la referencia intelectual de González, se reunió con los jefes del alboroto (eso sí, se negó a recibir al Manteca) les regó con miles de millones de pesetas para cerrarles la boca, e hizo gratuito aquel Bachillerato, pero Maravall, que era muy sectario pero escasamente idiota, ni les concedió un sueldo a cada uno de los manifestantes según estos le exigían, ni eliminó la Selectividad, hubo que esperar 40 años para que Sánchez y la señora Celaá se la cargaran de un plumazo. 

El Gobierno de González realmente no podía abrir más frentes. Con una inflación del 12 por ciento y un paro del 20 y con la promesa incumplida de crear 800.000 puestos de trabajo, los sindicatos llamados de clase, una estúpida denominación, se le pusieron de uñas al presidente. Primero fue por las reconversiones radicales que Carlos Solchaga, ministro de Industria, emprendió en Sagunto y Cantabria, después el motivo fue la displicencia con que el jefe del Gobierno trataba a los líderes de las centrales, Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez, que no terminaban de sonsacarle una concertación social aceptable. En Reinosa se hizo célebre la torpeza con que el gobernador civil socialista, un tal Pallarés, trató el alzamiento de los trabajadores. El tipo, luego destituido fulminantemente, llegó a acusar a los huelguístas de «ir contra el pueblo». Claro está: allí fue la de Reinosa con muerto incluido.

Así que Felipe González, muy a regañadientes, convocó a su correligionario de toda la vida, Nicolás Redondo, y después de tres horas de rifirrafe sostenido, el país entero supo que el Gobierno del PSOE y su sindicato fraternal, la UGT, habían partido peras y divorciado por la tremenda, una ruptura explosiva que se fotografió en todo su brutalidad, cuando los diputados ugetistas del PSOE se negaron a votar los Presupuestos de Solchaga que ya había heredado la maltrecha Economía que le había legado el enamoradizo Miguel Boyer. Verdaderamente los sindicatos, convertidos en azote del Gobierno, estaban en armas y atacaban por donde más daño hacían. Por ejemplo, por otros paros extenuantes en Semana Santa que dejaron a los españoles de Benidorm y San Feliú de Gisols sin sus tópicas y por tanto merecidas vacaciones.

España pues era un volcán que, encima, encendía ETA con constates asesinatos, pistoletazos individuales que a la dirección le debieron parecer poca cosa y apostaron por uno de los más tremendos atentados de la historia cruel de la banda: el 19 de junio hicieron explotar un coche-bomba en el Hipercor barcelonés de San Andrés. Allí compraban en aquel momento no menos de 500 personas, murieron 15 y quedaron heridas para siempre no menos de una cuarentena. Hay que recordar que los jefes de la banda eran a la sazón Mújica Garmendia, Álvarez Santa Cristina y Joseba Erostarbe, hoy o ya en libertad y homenajeados en sus pueblos, o en una cárcel dulcificada también próxima a sus casas. Aquella matanza recogió una repulsa universal y también -hay que decirlo- la amenaza de varios países occidentales de no acudir a los Juegos Olímpicos de Barcelona si no se garantizaba la seguridad. González se puso manos a la obra y pactó con Francia una respuesta coordinada a cambio de 1.000 canonjías, entre otras importar su energía nuclear, y ETA terminó por afirmar que «Nosotros avisamos de que iba a estallar el explosivo». Mayor miseria moral nunca se ha visto. 

Sin embargo y pese a toda esta convulsión política y social, Felipe González resistía incólume en La Moncloa, mientras por la derecha no había más que ruinas. Tantas, que Manuel Fraga, eterno perdedor en España aunque luego vencedor en Galicia, se cayó con todo su equipo de carcamales y no tuvo otro remedio que convocar un Congreso Extraordinario de Alianza Popular para despedirse. Se disputaron los despojos del partido el ambicioso y metomentodo Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, y un abogado del Estado, extremeño con acento andaluz (en esa región había laminado definitivamente a UCD) Hernández Mancha. Ganó este por 1.930 votos contra los 729 de Herrero, pero aquella aventura duró lo que la alegría en casa de un sepulturero: nada. Mancha se atrevió con una moción de censura contra González pero este, sin despeinarse, le pasó por encima. Allí terminó aquel episodio de renovación que pronto haría estallar a los conservadores.

Por entonces en España y por el mundo asomaban apellidos de todo jaez. Unos, como Thatcher en el Reino Unido y Kohl en Alemania, porque repetían, elección tras elección, sendas victorias, otros porque como el Papa Juan Pablo II se paseaba por el mundo en loor (olor decía nuestra televisión oficial) de multitud, hasta llegar incluso a su país natal, Polonia, donde, con toda crudeza y habilidad, se ocupó directamente de derrumbar el régimen comunista de Jaruzelski. Y aquí, domésticamente, comenzamos a saber de las hazañas financieras de otro abogado del Estado, Mario Conde que, primero en comandita con Abelló, y luego en soledad se hizo nada menos que con la Presidencia del más histórico banco español: el Español de Crédito. Su trayectoria y múltiples caídas quedan para otra historia. En Alemania, en Spandau, se moría el último vestigio del nazismo, Rudolf Hess, y en España se pusieron a llorar todas nuestras guitarras porque en Madrid fallecía a los 94 años el magistral Andrés Segovia, marqués de Salobreña gracias a la inteligencia del Rey Juan Carlos. No faltó de nada en aquel año, ni siquiera un apagón general que dejó a oscuras media España. Un semanario humorístico tituló: «Las luces de Felipe». Se trataba de una caricatura en la que la faz del presidente estaba nublada por el humo de un puro castrista. Fidel, su antiguo proveedor.