Una tragedia que marcó la posguerra

Agencias
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La muerte de Manolete en 1947 conmovió a un país que halló en el diestro la luz que le faltaba

Una tragedia que marcó la posguerra

Un simple y certero cruce de armas en el momento de entrar a matar -el pitón derecho de Islero y el estoque de Manolete- bastó para que en aquel preciso instante se desatara la tragedia que conmovió a la España de la posguerra aquel 28 de agosto de 1947 en Linares (Jaén), hace ya 75 años.

La noticia de la muerte de Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, el mayor ídolo de masas de su tiempo, se extendió a toda velocidad en un país que aún se lamía las heridas de la Guerra Civil y para el que el diestro de Córdoba era un espejo de actitud vital.

Juan Soto Viñolo, guionista del consultorio radiofónico de Elena Francis, escribió que fue «un torero para olvidar una guerra», y algo de eso había en la admiración incondicional que provocaba su hieratismo frente el peligro, que le sirvió para revolucionar el mundo del toreo en apenas cinco temporadas. En las faenas, en ese contacto directo con la muerte, el austero Califa de la tauromaquia predicaba con el ejemplo las fórmulas de superación de un país necesitado de referentes que los encontraba en el candente estrado de los cosos.

Pero el hecho es que, aquella temporada del 47, Manolete estaba ya agotado y llegó a Linares en la madrugada del 28 de agosto, donde durmió, sin descansar, su última noche triste. El resto ya es conocido: Islero, el quinto toro de Miura, le partió la femoral y la safena cuando entró despacio, dejándose ver, a matarle al volapié. El maestro fue trasladado, desmadejado y desangrándose, a la enfermería de la plaza. De Madrid llegaron varios coches, entre ellos el del doctor Jiménez Guinea, cirujano de Las Ventas, cargado con frascos de plasma sobrante tras la explosión del polvorín de Cádiz, 20 días antes. En mal estado, o no, tras su aplicación y una nueva operación sin que nadie se atreviera a amputarle la pierna, agravó su estado: «No veo, doctor». Eran las cinco de la madrugada del 29 de agosto cuando el ídolo de 30 años expiró. 

Su muerte no hizo más que renovar el luto de una España dolorida a la que, durante sus faenas, había ayudado a revivir al ritmo de su honda y trascendente muleta, y de ese capote de grana y oro que cantó Juanita Reina con música de Quintero, León y Quiroga.