Aquel coche que explotó mientras los niños jugaban

Leticia Ortiz (SPC)
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El 29 de mayo de 1991, ETA atenta con 216 kilos de amonal contra una casa cuartel de la Guardia Civil en Vic provocando la muerte de 10 personas, entre ellos cinco menores

La imagen del agente José Gálvez llevando en brazos a la pequeña Isabel Porras, que resultó herida, se convirtió en uno de los símbolos contra la barbarie terrorista - Foto: EFE

Cuando el fiscal Ignacio Gordillo le preguntó al etarra Juan José Zubieta si llegó a ver a varios críos jugando en el patio de la casa cuartel de Vic (Barcelona) la tarde del 29 de mayo de 1991, el terrorista se encogió de hombros y sentenció con frialdad: «No es nuestro problema que los guardias civiles utilicen a los niños como escudos humanos».

Así de despiadado fue el relato de uno de los autores materiales del segundo atentado etarra más grave de la historia de Cataluña, solo por detrás de la bomba que explotó en un Hipercor de Barcelona en 1987. Lo viera Zubieta o no, lo cierto es que el patio de la instalación de la Benemérita acogía aquella tarde los juegos infantiles de varios de los niños que vivían allí con sus familias. De hecho, en el momento de la tragedia, en el complejo había más mujeres y menores que agentes, ya que la mayor parte de ellos se encontraban dando cobertura a un homenaje al ciclista local Melchor Mauri.

 Rosa María Rosas, de 14 años; Vanesa Ruiz Lara, de 11; Ana Cristina Porras, de 10, y María Pilar Quesada de ocho años eran cuatro de aquellos niños que, una vez finalizadas las clases y los deberes escolares, se divertían en el que era el patio de su casa. Las pequeñas no tuvieron tiempo de reaccionar cuando, al filo de las siete de la tarde, la mujer de Francisco Sánchez Solís, el comandante del puesto (la mayor autoridad del cuartel), dio la voz de alarma al ver cómo un coche bajaba sin conductor por la rampa que daba acceso a la instalación.

 Cuando el vehículo llegó al centro del patio, los terroristas accionaron desde la lejanía la bomba que contenía en su interior, compuesta por 12 bombonas de butano rellenas con 18 kilogramos de amonal cada una. Es decir, un total de 216 kilos de explosivos que abrieron las puertas del Infierno en la casa cuartel de Vic.

 Como consecuencia de la deflagración, las tres plantas del edificio que servía de hogar para los miembros del Instituto Armado y sus familias se derrumbaron, quedando solo en pie la fachada. Juan Salas, guardia civil de 48 años; Maudilia Duque, de 78 y suegra del anterior; Juan Chincoa Alés, agente de 30 años; Nuria Ribó Parera, de 21 y esposa de Chincoa; y el menor Francisco Cipriano Díaz, de 17 años y que se encontraba estudiando en su habitación, quedaron sepultados por los escombros y no se pudo hacer nada por sus vidas.

Además de más de 40 heridos de diversas consideración, entre ellos varios niños, el atentado aún iba a dejar una víctima mortal más, dejando en 10  fallecidos el balance que se cobró el acto terrorista. Se trataba de Ramón Mayo, un guardia civil en la reserva que se encontraba prestando ayuda a los heridos cuando fue atropellado mortalmente por una ambulancia.

La imagen (que abre esta página) del guardia civil José Gálvez Barragán, con la cara ensangrentada y con el cuerpo de Isabel Porras López, de siete años, entre los brazos, se convirtió en una de las imágenes no solo de la tragedia, sino de la barbarie terrorista en toda su historia. La pequeña sufrió la amputación de parte de la pierna izquierda debido a las heridas. «Estoy cansado de la fotografía, no me gusta verla», confesaba años después el agente.

 

Pudo ser peor

La onda expansiva de aquellos 216 kilos de amonal rompió cristales en pisos situados a más de 500 metros del cuartel. Pero la tragedia aún pudo ser peor. Colindante a la instalación de la Benemérita, se encontraba el colegio del Sagrado Corazón, en cuyo patio, según declaraciones de una monja que presenció la explosión, se encontraban jugando unos 50 niños que habían finalizado las clases. Por suerte todos resultaron ilesos.

Los ciudadanos se volcaron para ayudar a sacar a los supervivientes de entre el amasijo de escombros al que quedó reducido el edificio, pero después de los funerales, «fue como si no hubiera pasado nada», aseguran desde la Asociación catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas. Silencio. No es de extrañar, por tanto, que cuando el Ministerio del Interior intentó levantar de nuevo el edificio, los vecinos se movilizaron para impedirlo. No hay que olvidar que Vic es uno de los pueblos más radicalizados de Cataluña, centro del independentismo que considera la presencia de la Guardia Civil «como un símbolo del Estado represor».

En el lugar del atentado, de hecho, solo existe una placa que recuerda «A todas las víctimas del terrorismo», sin una mínima referencia a una de las grandes matanzas de ETA, el día de los ataúdes blancos.