Un pionero de la higiene

M.C.Sánchez - Agencias
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Ignác Semmelweis descubrió, a mediados del siglo XIX, que lavarse las manos salva vidas, pero sus compañeros ridiculizaron sus ideas

Un pionero de la higiene

Lavarse las manos es una forma sencilla de salvar vidas. Ese fue el pequeño gran descubrimiento de un pionero húngaro, un adelantado a su tiempo que formuló está teoría cuando aún se desconocía la existencia de los gérmenes y las bacterias, lo que le valió la burla de sus compañeros de profesión y un desprestigio que lo llevó a morir en el más absoluto abandono en un hospital psiquiátrico. Un loco en su época, el médico Ignác Semmelweis, el primero en descubrir, a mediados del siglo XIX, la importancia de la higiene.

Semmelweis (1818-1865) sentó las bases para evitar infecciones y contagios, al averiguar que algo tan sencillo es una herramienta fundamental de salud pública. Estudió medicina en Pest y Viena, donde se doctoró y logró una plaza en 1846 en la Maternidad del Hospital General de la ciudad, uno de los mayores de Europa. En esa época, era un lugar mugriento, llenos de parásitos y tan apestoso que el personal solía taparse la nariz para trabajar.

La tasa de mortalidad por fiebre puerperal era de alrededor del 15 por ciento y a veces llegaba al 30. Entonces, los decesos en los partos o en las infecciones posteriores se atribuían a una transmisión por aire corrupto o miasmas pútridas.

En la Maternidad de Viena había dos clínicas, una atendida por médicos y estudiantes y otra, por matronas. En la primera, los fallecimientos eran mucho más numerosos y Semmelweis quiso saber por qué. La única diferencia que observó era que los médicos y estudiantes asistían directamente a los partos tras haber realizado autopsias. No se usaban guantes y muchas veces los profesionales tenían las manos sucias con restos orgánicos de los cadáveres, lo que transmitía infecciones sin que ellos lo supieran.

A esto se unió la muerte de un amigo médico, que sufrió síntomas similares a la fiebre puerperal después de que un estudiante le cortase de forma accidental con un bisturí durante una autopsia. Su conclusión: existía una relación entre la escasa higiene y la elevada tasa de decesos en la sala de partos.

«Para que haya fiebre puerperal es condición ineludible la introducción de materia cadavérica en el torrente sanguíneo», anotó el húngaro. Y su solución fue obligar a los médicos a lavarse las manos durante cinco minutos con cloruro cálcico antes de entrar en los paritorios. Los resultados no tardaron en llegar. Si a principios de 1847 la tasa de mortalidad era del 18 por ciento, semanas después cayó por debajo del 3.

Pese a este éxito, muchos de los profesionales más influyentes de Viena se burlaron de sus ideas, consideraron que la bajada en los fallecimientos era una simple fluctuación estadística y presionaron para que no le renovaran su contrato. El fondo de la cuestión subyacía el hecho de que sus colegas eran incapaces de aceptar que fueran responsables de la muerte de sus propios pacientes. Aceptar eso era muy duro.

La polémica creció, azuzada también por diferencias políticas: Semmelweis, de origen judío, defendía ideas liberales en una Austria convulsionada por la Revolución de 1848, mientras que sus superiores más poderosos eran profundamente conservadores. En 1849, el contrato del médico húngaro con el hospital se canceló y el lavado de manos dejó de emplearse.

Tachado de loco

Semmelweis regresó en ese momento a Budapest, donde trabajó en varios hospitales en los que redujo los fallecimientos a menos del 1 por ciento. Pero el fracaso en Viena, la muerte evitable de muchas mujeres al dar a luz y que su hallazgo no se reconociese, lo frustraron cada vez más.

El enfrentamiento con sus críticos llegó a tal punto que tildó de «asesinos» a los médicos que no se lavaban las manos.

Con el paso de los años, este pionero se dio a la bebida y sufrió algunos trastornos que sus rivales usaron para desacreditarle. De hecho, las circunstancias de su muerte no son del todo claras, aunque sí trágicas. En 1865, a los 47 años, fue internado contra su voluntad en un manicomio a las afueras de Viena y dos semanas después pereció tras intentar fugarse, según se rumoreó, debido al maltrato sufrido por los guardias que lo capturaron.

De forma póstuma, se le reconoció como «el salvador de las madres». Su apellido da nombre a clínicas en Viena y Budapest y su descubrimiento es aplaudido de forma universal, desde la OMS hasta Google, que le dedicó un doodle hace poco. También da nombre al reflejo de Semmelweis, una metáfora sobre el rechazo a ideas nuevas basadas en la evidencia porque contradicen verdades hasta entonces incuestionables. Es precisamente ese su mayor legado: no se debe poner diques a la ciencia por ignorancia de la verdad o por prejuicios.