Se acabó. El estado de alarma ya ha expirado, tres meses y una semana después de decretarse; 98 días en los que los españoles han vivido conteniendo el aliento entre el miedo y la curiosidad que ha generado una situación inédita de efectos aún desconocidos. Han sido, en definitiva, 2.351 horas que han paralizado -y cambiado- el país.
El 14 de marzo fue necesario echar mano por segunda vez en democracia de este instrumento constitucional. Y si en la anterior ocasión -durante la huelga de controladores aéreos-, solo duró 15 días, en esta ha tenido que prorrogarse seis veces.
Hoy se tiene la certeza de que el coronavirus circulaba libremente por España antes de febrero, pero desde la confirmación del primer positivo el 31 de enero hasta finales del mes siguiente, se mantuvo un escenario de contención en el que las autoridades aconsejaban extremar las medidas de higiene y poco más. Así fue hasta el 9 de marzo: un día después del 8-M saltaron las alarmas al duplicarse la cifra de contagios hasta los 1.204 y elevarse a 28 las muertes.
Ese día se gestó el embrión del estado de alarma con unas primeras medidas diseñadas para impedir, en palabras del ministro Salvador Illa, «ir al escenario de Italia». Pero no lograron evitar el desastre porque el intruso llevaba tiempo campando entre la población, así que tras una histórica y larguísima reunión, el sábado 14 de marzo, el Consejo de Ministros decretó el estado de alarma.
Apenas una semana después, las víctimas mortales diarias empezaron a contarse por centenares y en tres semanas se rozó el millar: 950 muertos en 24 horas. Era el 2 de abril y había 10.003 fallecimientos oficiales, muchos más de los que los servicios funerarios podían asumir: hubo que improvisar morgues en pistas de hielo y aparcamientos.
Lo mismo ocurría con los hospitales. Cada día el país amanecía en vilo esperando que la curva empezara a doblegarse para aliviar el sistema sanitario, sometido a centenares de ingresos diarios, muchos de los propios profesionales de la salud. Faltaban medios y el sistema y sus profesionales estaban agotados.
Pero si hay algo que ha desgarrado los corazones de todos a lo largo de estos 98 días ha sido la situación de las residencias, que ha puesto en jaque un modelo que se ha revelado letal para los mayores.
Desde el 8 de abril se espera saber el dato oficial de los ancianos que han perdido la vida en ellas en esta pandemia; sin embargo, a día de hoy solo se intuye una cifra sumando las que van dando las regiones, y que ronda los 20.000. Todo mientras sobrevuelan las sospechas de que las residencias no derivaban ancianos a hospitales por orden del Ejecutivo regional.
La crudeza de la pandemia, además, hizo necesario un gran sacrificio para la economía del país: el Gobierno ordenó el cese de toda actividad no esencial del 30 de marzo hasta el 9 de abril.
El parón ha provocado inevitablemente la destrucción de puestos de trabajo, 900.000 en los meses de marzo y abril. Además, en ese período 3,3 millones de personas se vieron afectadas por expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) de fuerza mayor.
Por su parte, la crispación política ha sido otra de las secuelas del virus. Cuando estalló la epidemia, por un momento pareció que la clase política afrontaría unida esta crisis. Pero la escasez de material de protección, pruebas PCR o mascarillas primero, y la caída económica, después, intensificaron las críticas de la oposición, que elevó el tono de los debates políticos.
Lo que queda por venir
Aún así, y pese a que hemos visto actitudes reprochables, esta crisis deja grandes gestos y sacrificios que la sociedad nunca va a olvidar: la lucha incansable de los sanitarios, las múltiples muestras de solidaridad entre vecinos y todos esos trabajadores que, con su labor imprescindible, hicieron el confinamiento un poco más fácil al resto.
A España le espera ahora un camino muy difícil hacia la reconstrucción. La caída ha sido abrupta y tal vez por eso los más optimistas esperan que la recuperación sea rápida. Pero volver a cifras positivas de crecimiento o empleo no será suficiente esta vez.
Y es que hay un clamor para reforzar el sistema sanitario y evitar que vuelva a sufrir, porque de esta ha salido exhausto.
El virus, además, sigue ahí y no se puede bajar la guardia. Entramos en la nueva normalidad manteniendo las normas de higiene y distancia física, y la obligatoriedad de mascarillas en sitios cerrados y siempre que el distanciamiento no sea posible.
Porque el estado de alarma acaba. Pero no el coronavirus, una amenaza que no se irá hasta que no haya una vacuna o un tratamiento efectivo para combatirlo.